Una de las grandes riquezas de la Iglesia católica
es el pluralismo de gentes que hay en su seno. No es una institución
monolítica en la que todo el mundo piensa igual, ama o vive del mismo
modo. En realidad, desde los primeros tiempos, hubo en la Iglesia
hombres y mujeres con diferentes sensibilidades, con distintas formas de
entender el evangelio, que juntos buscaban la verdad revelada por
Jesús. Y así ha sido a lo largo de veinte siglos. Búsquedas, preguntas,
transformaciones, en un diálogo de múltiples interlocutores que siempre
tienen en mente el evangelio, la historia (tradición), y las
transformaciones sociales allá donde les toca vivir.
Entre esas personas, algunos dejan huella por
abrir caminos nuevos, con sus preguntas, con sus llamadas y propuestas.
Uno de ellos ha sido el cardenal Martini. Con su muerte decimos adiós a
un gran hombre de Iglesia. Una figura que en los últimos treinta años ha
sido voz relevante y significativa. Un hombre que no ha tenido miedo de
abordar asuntos delicados, y hacerlo siempre con amplitud de miras y
pensando, una y otra vez, en las personas –actualizando, quizás como
pocos, la máxima evangélica que antepone el ser humano a la ley e invita
a cuestionarse, sin miedo, las propias prácticas cuando se convierten
en estructura rígida. Un profeta, un apóstol, un pastor desde su
diócesis de Milán, un hombre bueno y fiel. Un sabio, capaz de traducir
la Sagrada Escritura con una frescura y profundidad que solo los que de
verdad la conocen pueden ofrecer.
(Pastoralsj)
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