En algunas series, en algunas guerras, en algunas batallas, aparece algo así como una “resistencia”. Un grupo de hombres y mujeres que plantan cara a un rival que, a menudo, parece dispuesto a aplastarles.
Yo me digo que ser cristiano es, de algún modo, ser resistente.
Como la roca que resiste el paso del agua (que, tal vez, eso sí, suaviza sus aristas). Como el junco que se dobla por el vendaval, pero no se rompe.
¿Contra qué?
Contra alguna que otra tormenta. Contra uno mismo, cuando se pone tontorrón.
Contra esta misma fe, tan llena de agujeros. Contra los cantos de sirena, que te engañan con atajos hacia ninguna parte. Contra la desgana, el silencio, la apatía o la indiferencia.
Contra el miedo a apostar por el caballo equivocado. Contra el aburrimiento.
¿Por qué?
Que no se trata de resistir porque sí… O de forzarse a pura voluntad.
Se trata, más bien, de mantener viva la llama, la ilusión, el impulso que hace que merezca la pena luchar.
Porque el fuego es real. Se trata de atesorar, muy dentro, las palabras del evangelio que a veces te incendian por dentro.
Se trata de cantar, con imbatible ternura, que hay un amor infinito –abstenerse de interpretaciones sentimentaloides- que da sentido a cada vida. Y convertir dicho amor en bandera, proyecto y promesa.
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