Vosotros sois los que amáis a Dios y estáis entusiasmados por Cristo, vuestro Jefe, cuya gloria buscáis ardientemente, y cuya vida deseáis prolongar teniendo como criterio de vuestro obrar ese pensamiento que ha pasado a ser tan familiar a vuestra mente: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?
Vosotros sois los que pensáis que habéis venido a este mundo para algo más que para amontonar paquetes de billetes, tener confort en vuestra habitación, éxito en la vida social, en fin, vivir unos cuantos años estériles, sin ninguna historia que merezca ser oída en la otra vida. No; vosotros reaccionáis con entusiasmo y generosidad cuando oís las hazañas de los grandes conquistadores, de los héroes, de los santos, y quisierais prolongar sus proezas y aceptáis de antemano las austeridades y sacrificios que son el precio de lo grande.
Vosotros, con frecuencia, a pesar de vuestro ánimo generoso, escogéis sin acierto, como lo demuestran vuestros desengaños, y sobre todo sin tomar en cuenta el criterio cristiano en un asunto de tanta importancia. Obráis así, no por principios premeditados, sino porque no se os ocurre que podría hacerse de otra manera, y si quisierais hacerlo, tal vez no sabríais cómo realizarlo.
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